a mi amigo Nestor Sala
Quien sabe por qué durante treinta años no lloré la ausencia de mi amigo como corresponde. Hasta ayer. Quizás porque pertenezco a una generación que creyó, incautamente, en los valores de cierta insensibilidad. En aquellos años (y en aquellas circunstancias) había que ser fríos, dar saltos en conciencia (que no viene a ser lo mismo que ser concientes), asumir la lucha armada….no llorar por los seres queridos….porque todo eso era entrar en el peligroso, incierto e indefinido terreno de los sentimientos. A los que veníamos de una formación humanista nos revolvía el estómago la sola posibilidad de la muerte en nuestras manos. En realidad, mas allá de algunas vanidades, me parece que a todos. Confieso que a mí me conmocionaba la mera tenencia de un arma de fuego: me costaba mucho admitir que ese instrumento de muerte nos hiciera falta. Por suerte, o no, no importa, la vida no me puso frente a esa posibilidad.
Como consecuencia del trabajo con la comunidad mataca en la Cooperativa Nueva Pompeya, en el Impenetrable del Chaco, caí preso con mis compañeros en febrero de 1975 y fuimos a parar a la Alcaidía de Resistencia, donde estuve un año, hasta que me pasaron al PEN y fui trasladado a la U7. En ese año en la Alcaidía lo conocí a Néstor Sala.
Venía de no se cuanto tiempo en el calabozo. Lo habían torturado mucho. Pero cuando lo pasaron al pabellón y se pudo reunir con nosotros, el Flaco era el tipo más feliz del mundo. Para él eso era casi la libertad. Se había recuperado de sus heridas (un bayonetazo en un costado), y tenía el humor alegre. Disfrutaba de la conversación y de la compañía, disfrutaba la risa, y por eso andaba siempre con cara de contento, a pesar de que era absolutamente conciente de que tenía dictada la más brava de las sentencias. Me acuerdo con qué voracidad se largaba al comedor, cuando daban la voz del almuerzo. Para él, que venía del calabozo; y para nosotros, los tres compañeros del Impenetrable, la comida de la cárcel estaba buenísima. Nos reíamos después de la contrariedad que nos dio (a los cuatro) dejar aquel guiso de arroz con caldo de gallina, en solidaridad con nuestros compañeros, que habían descubierto que algunos arroces tenían ojitos, y eran en realidad gusanitos.
Pero lejos de estas cosas materiales, para mi el encierro era muy traumático, y no encontraba muchas posibilidades de poner en palabras los antagonismos que me atravesaban. El Flaco lo tenía mas resuelto y podía expresar sus contradicciones con mucha soltura. Por eso las charlas con él me devolvían la alegría, la entereza, la confianza.
Como se ha dicho de Nelson Mandela, el Flaco “poseía un talento excepcional para hacer que todos aquellos con los que mantenía trato se sintieran seres excepcionales”[1]. El Flaco nos hacía sentir iguales; iguales en nuestra condición humana, iguales en necesidad de respeto, de dignidad, de confianza. Esto no era muy común en un mundo de comandantes y subordinados, de esclarecidos concientes y de “milicianos” de bajo nivel.
En ese pabellón de la Alcaidía, hacinados con presos distintos a nosotros, sin ver la luz del sol un año seguido, caminando por el pasillo común a todas las celdas, ida y vuelta, ida y vuelta para hacer ejercicio, tratando de no rozar las paredes plagadas de escupidas, imaginando en nuestros diálogos fugas imposibles, con la angustia de no saber nada de nuestra familia, los presos nos ayudábamos a vivir, nos conteníamos, nos buscábamos sentidos y tareas, nos esperanzábamos con “la victoria” y nos obligábamos a hacer ejercicios que nos mantuvieran fuertes para lo que se viniera.
Una vez, charlando con el Flaco en su celda, me contó cómo veía la que se le venía, al menos para él. Sabía que su estadía en la Alcaidía sería transitoria, y hablaba de su final de una manera que yo no comprendía, porque para mi la muerte era todavía eso que les pasa “a los otros”, nunca a uno. Y por eso él lo conversaba con humor. Entre risas me dijo:
- “Por lo menos una calle de Resistencia llevará mi nombre”.
Yo venía de un ambiente que valoraba a los antepasados ilustres, y todavía me faltaban algunos años para liberarme de esos mandatos, de manera que, también en tono de humor le expresé mi admiración:
- “Eso quiere decir que te recordarán como un prócer, no está mal, Flaco.”
(¿De qué otra manera dos amigos (de 25 y 29 años) podían referirse a la muerte, si no era gambeteándola de esa manera?. Hubiera sido imposible, y quizás innecesario para nosotros en ese momento darle la cara, hablar frontalmente de cosas tan dolorosas).
Pero Néstor se puso serio. Y con infinita paciencia y calidez me dijo: “Juan, a mi me interesa la vida. ¡De qué carajo me sirve un monumento!”.
Nos reímos. Y seguramente haya habido más palabras. No las recuerdo. Pero conservo en la memoria muchas cosas más de las que simplemente dicen esas palabras. Yo tenía 25 años y estaba escuchando una lógica que me emocionaba. La vida como pasión y razón, primera y determinante. A esa conversación y a ese espíritu vital he tratado de ser fiel toda mi vida, en la certeza de que si lo soy conmigo mismo y con la vida lo seré con el Flaco y con todos los compañeros que quise y respeté. Y también con la causa por la que, paradójicamente, se moría.
Dos años mas tarde, al Flaco lo mataron en Margarita Belén.
Aquí quisiera traer aquella incomparable síntesis de Russell: “Tres pasiones simples pero abrumadoramente fuertes han gobernado mi vida: el anhelo del amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”. El Flaco estaba absolutamente enamorado de su “gorda”, Mirta Clara, que estaba presa en la misma Alcaidía. Hasta entonces, yo no había conocido en otra persona un amor tan fuerte. El amor del Flaco era un amor irrenunciable y predominante; así por lo menos aparecía ante nosotros. Pero este amor se parecía al que yo creía sentir por mi compañera. De manera que, además de sentirnos unidos en nuestro “anhelo de amor”, el Flaco me transmitía su compañerismo en algo que no era precisamente valorado en ese momento, porque parecía que no debíamos darle tiempo a esas “liberalidades”. La revolución debía imponerse al amor.
Y ayer, quizás influenciado por la poesía de Neruda: “… mi infancia son zapatos mojados…”, pensé en la fuerza que tuvo en mi juventud la figura de mi amigo el Flaco Sala, y me acordé de aquella frase de Saint Exúpery en Vuelo Nocturno: “Amigo mío, en tu presencia mi corazón se libera, y no tengo que estar simulando certezas ni seguridades….”.
Y lo lloré.
Posiblemente porque 30 años después, todavía me resulta muy difícil vivir vínculos de confianza, cariño y respeto que nos hagan sentir contentos, reconocidos, valorados. Vínculos que no pongan por delante la ideología, la esencia, los valores, sino que todo eso esté al servicio del hombre y de la persona. Y de su singularidad.
Con esa nostalgia (y esa esperanza) recuerdo a mi amigo el Flaco Sala.
Quien sabe por qué durante treinta años no lloré la ausencia de mi amigo como corresponde. Hasta ayer. Quizás porque pertenezco a una generación que creyó, incautamente, en los valores de cierta insensibilidad. En aquellos años (y en aquellas circunstancias) había que ser fríos, dar saltos en conciencia (que no viene a ser lo mismo que ser concientes), asumir la lucha armada….no llorar por los seres queridos….porque todo eso era entrar en el peligroso, incierto e indefinido terreno de los sentimientos. A los que veníamos de una formación humanista nos revolvía el estómago la sola posibilidad de la muerte en nuestras manos. En realidad, mas allá de algunas vanidades, me parece que a todos. Confieso que a mí me conmocionaba la mera tenencia de un arma de fuego: me costaba mucho admitir que ese instrumento de muerte nos hiciera falta. Por suerte, o no, no importa, la vida no me puso frente a esa posibilidad.
Como consecuencia del trabajo con la comunidad mataca en la Cooperativa Nueva Pompeya, en el Impenetrable del Chaco, caí preso con mis compañeros en febrero de 1975 y fuimos a parar a la Alcaidía de Resistencia, donde estuve un año, hasta que me pasaron al PEN y fui trasladado a la U7. En ese año en la Alcaidía lo conocí a Néstor Sala.
Venía de no se cuanto tiempo en el calabozo. Lo habían torturado mucho. Pero cuando lo pasaron al pabellón y se pudo reunir con nosotros, el Flaco era el tipo más feliz del mundo. Para él eso era casi la libertad. Se había recuperado de sus heridas (un bayonetazo en un costado), y tenía el humor alegre. Disfrutaba de la conversación y de la compañía, disfrutaba la risa, y por eso andaba siempre con cara de contento, a pesar de que era absolutamente conciente de que tenía dictada la más brava de las sentencias. Me acuerdo con qué voracidad se largaba al comedor, cuando daban la voz del almuerzo. Para él, que venía del calabozo; y para nosotros, los tres compañeros del Impenetrable, la comida de la cárcel estaba buenísima. Nos reíamos después de la contrariedad que nos dio (a los cuatro) dejar aquel guiso de arroz con caldo de gallina, en solidaridad con nuestros compañeros, que habían descubierto que algunos arroces tenían ojitos, y eran en realidad gusanitos.
Pero lejos de estas cosas materiales, para mi el encierro era muy traumático, y no encontraba muchas posibilidades de poner en palabras los antagonismos que me atravesaban. El Flaco lo tenía mas resuelto y podía expresar sus contradicciones con mucha soltura. Por eso las charlas con él me devolvían la alegría, la entereza, la confianza.
Como se ha dicho de Nelson Mandela, el Flaco “poseía un talento excepcional para hacer que todos aquellos con los que mantenía trato se sintieran seres excepcionales”[1]. El Flaco nos hacía sentir iguales; iguales en nuestra condición humana, iguales en necesidad de respeto, de dignidad, de confianza. Esto no era muy común en un mundo de comandantes y subordinados, de esclarecidos concientes y de “milicianos” de bajo nivel.
En ese pabellón de la Alcaidía, hacinados con presos distintos a nosotros, sin ver la luz del sol un año seguido, caminando por el pasillo común a todas las celdas, ida y vuelta, ida y vuelta para hacer ejercicio, tratando de no rozar las paredes plagadas de escupidas, imaginando en nuestros diálogos fugas imposibles, con la angustia de no saber nada de nuestra familia, los presos nos ayudábamos a vivir, nos conteníamos, nos buscábamos sentidos y tareas, nos esperanzábamos con “la victoria” y nos obligábamos a hacer ejercicios que nos mantuvieran fuertes para lo que se viniera.
Una vez, charlando con el Flaco en su celda, me contó cómo veía la que se le venía, al menos para él. Sabía que su estadía en la Alcaidía sería transitoria, y hablaba de su final de una manera que yo no comprendía, porque para mi la muerte era todavía eso que les pasa “a los otros”, nunca a uno. Y por eso él lo conversaba con humor. Entre risas me dijo:
- “Por lo menos una calle de Resistencia llevará mi nombre”.
Yo venía de un ambiente que valoraba a los antepasados ilustres, y todavía me faltaban algunos años para liberarme de esos mandatos, de manera que, también en tono de humor le expresé mi admiración:
- “Eso quiere decir que te recordarán como un prócer, no está mal, Flaco.”
(¿De qué otra manera dos amigos (de 25 y 29 años) podían referirse a la muerte, si no era gambeteándola de esa manera?. Hubiera sido imposible, y quizás innecesario para nosotros en ese momento darle la cara, hablar frontalmente de cosas tan dolorosas).
Pero Néstor se puso serio. Y con infinita paciencia y calidez me dijo: “Juan, a mi me interesa la vida. ¡De qué carajo me sirve un monumento!”.
Nos reímos. Y seguramente haya habido más palabras. No las recuerdo. Pero conservo en la memoria muchas cosas más de las que simplemente dicen esas palabras. Yo tenía 25 años y estaba escuchando una lógica que me emocionaba. La vida como pasión y razón, primera y determinante. A esa conversación y a ese espíritu vital he tratado de ser fiel toda mi vida, en la certeza de que si lo soy conmigo mismo y con la vida lo seré con el Flaco y con todos los compañeros que quise y respeté. Y también con la causa por la que, paradójicamente, se moría.
Dos años mas tarde, al Flaco lo mataron en Margarita Belén.
Aquí quisiera traer aquella incomparable síntesis de Russell: “Tres pasiones simples pero abrumadoramente fuertes han gobernado mi vida: el anhelo del amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”. El Flaco estaba absolutamente enamorado de su “gorda”, Mirta Clara, que estaba presa en la misma Alcaidía. Hasta entonces, yo no había conocido en otra persona un amor tan fuerte. El amor del Flaco era un amor irrenunciable y predominante; así por lo menos aparecía ante nosotros. Pero este amor se parecía al que yo creía sentir por mi compañera. De manera que, además de sentirnos unidos en nuestro “anhelo de amor”, el Flaco me transmitía su compañerismo en algo que no era precisamente valorado en ese momento, porque parecía que no debíamos darle tiempo a esas “liberalidades”. La revolución debía imponerse al amor.
Y ayer, quizás influenciado por la poesía de Neruda: “… mi infancia son zapatos mojados…”, pensé en la fuerza que tuvo en mi juventud la figura de mi amigo el Flaco Sala, y me acordé de aquella frase de Saint Exúpery en Vuelo Nocturno: “Amigo mío, en tu presencia mi corazón se libera, y no tengo que estar simulando certezas ni seguridades….”.
Y lo lloré.
Posiblemente porque 30 años después, todavía me resulta muy difícil vivir vínculos de confianza, cariño y respeto que nos hagan sentir contentos, reconocidos, valorados. Vínculos que no pongan por delante la ideología, la esencia, los valores, sino que todo eso esté al servicio del hombre y de la persona. Y de su singularidad.
Con esa nostalgia (y esa esperanza) recuerdo a mi amigo el Flaco Sala.
La foto es de la compañera de Nestor, Mirta Clara, sentada a su lado, quien me la cedió.
[1] Federico De Klerk, presidente de Sudáfrica, Nóbel de la Paz en 1993 junto a Mandela.
[1] Federico De Klerk, presidente de Sudáfrica, Nóbel de la Paz en 1993 junto a Mandela.
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